No la pudo
ver, no alcanzó a tocarla, ni siquiera oyó su voz, pero la estela de ese
perfume le devolvió aquella sensación de merodear el recuerdo en fuga.
Ahora, Ícaro
sabe que aquel aroma tiene alguna relación con su ceguera: se lo gritan sus
ojos mudos, que arden desde la oscuridad.
Comienza la
dolorosa tarea de remover fragmentos certeros para hilvanarlos con esta nueva
sensación, forzando su mente hasta sentir que le sobrevendrá en cualquier
momento un surmenage, pero no consigue sacar nada concreto, sólo pequeños
atisbos de una memoria que se escapa como la arena con el viento, dejándole una
incertidumbre aún más desesperante.
“Ese olor…
ese olor es parte del pasado, es suspiro y llanto, es el paraíso desplegándose
y negándose en simultáneo, es la visión única y fugaz de una perfección que
el tiempo se llevó instantáneamente, de una vez y para siempre.
Ese olor…
como la Dama de
la noche, como las garrapiñadas, como el pasto recién regado, todos
disparadores de una melancolía hermosa e idealista: relojes transportadores enamorados del pasado.”
De repente
un hilo de luz atraviesa la sombra impenetrable del olvido, y él no duda un
instante y lo toma con la punta de sus dedos, y tira fuerte de él, con toda su
urgente energía, y se va deshaciendo la oscuridad, se va llenando ese espacio que
recién era nada con pequeños trozos de imágenes difusas.
Sin pausa,
Ícaro ordena los fragmentos, y cada borde es una muesca que encaja con la
confusa escena siguiente, haciendo un collage-rompecabezas incomprensible pero
estimulante para su memoria ansiosa. De pronto lo traspasa un doble dolor
aguzado: una especie de ultrasonido que lacera su cerebro, que llora tibias
gotas espesas por sus ojos oscuros, negros pozos de llanto muerto,
desbordándose ahora en escarlatas cataratas.
En el
intenso estrépito interior, sólo resuena una palabra: Ella.
Ella.
Ella.
Ella, sin
cara, sin alas ni espalda, sin nada más que un olor. Un olor que es el dolor de
su recuerdo. Un recuerdo que no tiene historia, ni nombre.
Pero es
Ella. Una mujer, como siempre lo supo: “una mujer va a ser mi maldición”,
cuando todavía ni siquiera conocía esa mirada… ¡Esa mirada!
Entonces,
con la palabra “mirada” se cae un ánfora y revienta en mil pedazos dentro de su
imaginación: escalones, árboles, flores de papel, versos descarnados, fantasmas artesanales, rompecabezas sin
piezas, un corazón descosido, una aguja sin hilo, la sangre entre los dedos, el
llanto rojo, los latidos ciegos.
Y Ella, la
palabra, sin cara, sin nombre, dominando la oscuridad de sus sentidos,
recordándole constantemente la fatalidad del olvido.
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