miércoles, mayo 07, 2008

Mi cristal.

Unos ojos ciegos o confundidos pueden infernar cualquier edén con muy poco esfuerzo (así de fácil es la tristeza). Pero no siempre es por no querer ver.
A veces, sencillamente los colores nos pasan por al lado y por ese berretín de mirar al piso los dejamos ir sin reparar en ellos, que se quedan a nuestro derredor mientras esa estupidez hipnótica del tristenue lo camufla todo entre las sombras.
Y hasta se oxidan, se desgastan, se destiñen. Pero cuando los colores son latidos, cuando los sentidos se sienten, esperan (gracias al cielo o lo que sea), y un día ocurre el milagro: se calza en nuestros ojos (no sólo el par que está sobre la nariz, también los de abajo a la izquierda) un cristal y el astigmatismo monocromático muere, y de sus cenizas renace un fénix tecnicolor (o una mariposa, depende).
Y ese ser alado nos carga en su vuelo y eleva consigo todo el espíritu que se hace uno. Revive el panorama, la primavera es todo, y los detalles son gotas de lluvia que pintan con luz el terreno que recorremos a diario.
Los seres queridos se vuelven amados, los atardeceres son razones para revivir, las nubes se ponen la pilcha de obras de arte, y no podemos descoser la sonrisa que nos bordaron en la cara.

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