martes, julio 19, 2011

Lluvioso desvarío.

Toda una ciudad minada
de baldosas flojas que
son charcos encubiertos,
bombas de humedad
aguas suicidas invadiendo
a la sequedad utópica
en la que nos obstinamos
(ese berretín de los días de lluvia).
Gambeteamos charcos y chorros
buscamos balcones en las ochavas
o aleros que nos guarezcan.
Fugaces visitantes o admiradores
se empapa todo este concreto
del absurdo diluvio perfecto.

¡Qué poético e hipnótico
es el canto de la lluvia!
Como una especie de imán
para el espíritu natural.

Mientras, recorre el vidrio
una lágrima del cielo
cual babosa impredecible
a bordo del colectivo:
¿Irás para Palermo?
¿Al Parque Centenario?
(Ya te veo bajando
con prisa repentina)
¿Y adónde van tus primas?
Todo este intenso tráfico
de gotas e inciertos destinos
es un laberinto, un ahogo
para el fluir de los lunares.

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