Otra vez la sensación de laberinto sin cielo, con su techo inoportuno y la mohosa realidad rodeándolo todo: paredes sin tregua, esquinas como ilusiones que (casi siempre) terminan llegando al absurdo, a otro encierro, al olor de la estela de la muerte.
¿Quién le dio la hoz al invierno? Con ese humor tan extraño, que hace de lo sombrío un semblante, y lleva a rastras la quietud de quién no anhela despertar al día siguiente. A su paso caen las flores, se destiñen los colores, y queda una persistente lividez, tan difícil de agrietar como su funesta sinfonía sibilante.
Todo en una suspensión contagiosa de hipnótico suceder, acostumbrándose el mismo ser al ritmo gélido que propone.
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