martes, octubre 22, 2013

Mirada suicida.

No la pudo ver, no alcanzó a tocarla, ni siquiera oyó su voz, pero la estela de ese perfume le devolvió aquella sensación de merodear el recuerdo en fuga.
Ahora, Ícaro sabe que aquel aroma tiene alguna relación con su ceguera: se lo gritan sus ojos mudos, que arden desde la oscuridad.
Comienza la dolorosa tarea de remover fragmentos certeros para hilvanarlos con esta nueva sensación, forzando su mente hasta sentir que le sobrevendrá en cualquier momento un surmenage, pero no consigue sacar nada concreto, sólo pequeños atisbos de una memoria que se escapa como la arena con el viento, dejándole una incertidumbre aún más desesperante.
“Ese olor… ese olor es parte del pasado, es suspiro y llanto, es el paraíso desplegándose y negándose en simultáneo, es la visión única y fugaz de una perfección que el tiempo se llevó instantáneamente, de una vez y para siempre.
Ese olor… como la Dama de la noche, como las garrapiñadas, como el pasto recién regado, todos disparadores de una melancolía hermosa e idealista: relojes transportadores enamorados del pasado.”
De repente un hilo de luz atraviesa la sombra impenetrable del olvido, y él no duda un instante y lo toma con la punta de sus dedos, y tira fuerte de él, con toda su urgente energía, y se va deshaciendo la oscuridad, se va llenando ese espacio que recién era nada con pequeños trozos de imágenes difusas.
Sin pausa, Ícaro ordena los fragmentos, y cada borde es una muesca que encaja con la confusa escena siguiente, haciendo un collage-rompecabezas incomprensible pero estimulante para su memoria ansiosa. De pronto lo traspasa un doble dolor aguzado: una especie de ultrasonido que lacera su cerebro, que llora tibias gotas espesas por sus ojos oscuros, negros pozos de llanto muerto, desbordándose ahora en escarlatas cataratas.
En el intenso estrépito interior, sólo resuena una palabra: Ella.
Ella.
Ella.
Ella, sin cara, sin alas ni espalda, sin nada más que un olor. Un olor que es el dolor de su recuerdo. Un recuerdo que no tiene historia, ni nombre.
Pero es Ella. Una mujer, como siempre lo supo: “una mujer va a ser mi maldición”, cuando todavía ni siquiera conocía esa mirada… ¡Esa mirada!
Entonces, con la palabra “mirada” se cae un ánfora y revienta en mil pedazos dentro de su imaginación: escalones, árboles, flores de papel, versos descarnados,  fantasmas artesanales, rompecabezas sin piezas, un corazón descosido, una aguja sin hilo, la sangre entre los dedos, el llanto rojo, los latidos ciegos.

Y Ella, la palabra, sin cara, sin nombre, dominando la oscuridad de sus sentidos, recordándole constantemente la fatalidad del olvido.

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