lunes, julio 12, 2004

Una semilla explotó para diversificarse y anidar en rincones peculiares de la mente y el precipicio emergió, volvió a crecer, volvió a creer. El sol y la Luna se le hicieron amigos, y ahora vibran al mismo son. La moralidad rescindió el contrato con el ser vivo, pero para entonces había hecho una buena parte de su laburo y quedaron rastros que hay que indemnizar en un precio alto y jodido de pelear en la corte del presente. Y todo por una pequeña semilla de paz, de igualdad, de ocio, de respeto cordial. La amabilidad no es débil, es sabia y plena, es fructífera, vital. El amor es un poco más que el sexo y sus móviles. Y los prejuicios son el dolor del niño que es taladrado por el miedo inducido. Hay más allá, hay más acá, y hay algo más. Y hay poco de lo que quejarse si no se tienen ganas de quejarse, y mucho odio por repartir si se tienen ganas de odiar, pero lo que falta es amor. Porque no puedo concebir que el dolor de todos sea necesario para equilibrar la crueldad de la raza. No quiero creer que esa igualdad sea tan cínica, porque su vileza me aterra, me desespera y quita de mis ojos la brillante sensación del cambio repentino posible y real. Hay desaliento por donde sea que vaya, pero no soporto el criterio para juzgar al diferente, desprecio la intolerancia ¿o acaso la vanidad no es el principio de los criterios de bondad y maldad? ¿quién puede decirme qué hay de malo en uno mismo si los demás son tan malos como yo? No a los patrones universales, no al absolutismo. Por favor, no a la tiranía de ideas, a la verdad dictadora que azota a sus competidores hasta que la muerte los levanta del piso mutilados y los lleva al féretro para que descanses por siempre jamás. Haya paz, haya amor. La libertad no es libertad si depende de alguien más, y creo que más que esto no puedo decir del tema.

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