lunes, marzo 28, 2005

Hay algo en las noches de domingo... algo que sabe cómo hacer para amontonar todas las penas de una persona, para recordarle cuántas miserias tiene su propia vida. Cuánto duele la muerte, y cuánto más la agonía... y más todavía si se trata de alguien que es, tarde o temprano, el origen de tu vida. Conoce el ardor que provocan los miedos ocultos, los traumas y las persecutas, la desidia en que desenvoca una hora de pensar puro, en su esencia máxima.
Y todo, todo lo que angustia, todo lo que quiebra, todo lo que desgarra... todo eso lo maneja, lo junta y te lo tira en la cara como una bola de espinas. Te tira al suelo. Te humilla ante vos mismo. Es como un aquelarre de las brujas del dolor.
Y ni siquiera está la luna... nomás nubes, nomás gris de tempestad luctuosa.
¿Por qué todas mis defensas ceden tan fácil ante esta circunstancia, ante este perverso instante?
Bah... digamos en realidad que todo el día es como escribir un epitafio para las sonrisas. Pero la noche es el velorio y el funeral, la despedida final, el rasguño más cruel. Se extingue el último color del arcoiris y pasa a prevalecer la oscuridad. Y ahí, en el medio de lo que parece una nada, hecho una pelota de preguntas sin respuestas (o sin respuestas agradables), me veo, trémulo, pidiendole auxilio a una mano de huesos... sin joker, sin luz, sin colores.

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