martes, marzo 08, 2005

Si no es que estoy viendo mal, mi cielo va nublándose con un tono violáceo.
Pequeñísimos demonios salen de sus recovecos para hacer travesuras en la tormenta, que es inminente. Yo corro a la deriva en este campo de inseguridades, sin humo de leches, con una locura que no es mía ¿hay fruta? ¿Es fruta lo que veo? No lo puedo descifrar. No sé si es fruta, o perros que quieren devorarla, o un bosque muerto, o nada. Nada y mi imaginación... ¡qué dupla!
Pero es que...¿viste? Hay lluvia acá, arcoiris allá, y por algún lado en el medio, vos. Mis dedos buscan con la birome tantear la neurona que me tire por ahí.
Yo vuelo (sin alas, y sin volar) donde las vacas harían su festín. Hay que ver... ¿y el tiempo? No sé. La hipótesis de la media docena murió cuando algunos enanitos coparon el reloj. Au revoir, la paix.
Vamos que vamos, los turcos en la neblina.
¿Alguna vez se preguntaron por qué cada colectivo tiene el número que tiene?
La cosa es que entre tanta fanfarria universal salió una vieja ruta hacia el destierro. Y, por supuesto, la seguimos (aparte hacía juego con nuetra pista primera). Bien por los detectives.
Ciertos desvaríos, y cambio de por medio, el destino del destino había llegado a su puerto. Y ahí, claro, se congeló la historia del mundo, y el conejo dejó de correr (con su reloj colgando entre los dedos) para mirar apaciblemente como un par de locos mordían la misma porción de aire, compartiéndola con delicadeza. Pero la hipnosis cedió, el segundero concluyó su siesta y un catamarán del cemento vino a deglutirse el ensueño.
¿Final? ¿Feliz?

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