lunes, septiembre 03, 2007

Ella, ellos, él.

Ya pensó hasta perder el sentido.
Está sentado en una mesa, compartiendo carcajadas con tres amigos, pero no entero: siempre un pedazo de él mira hacia el costado izquierdo, siempre se encuentra ahí consigo mismo y su rincón idílico, dedicándole hasta el tiempo que no tiene.
Y a veces ese cachito le arrastra un poco más de sí mismo, y se ausenta del lugar donde está su cuerpo para correr por los campos de fresas que Juancito y compañía le fabricaron en los alternativos de la conciencia.
Todavía no sabe bien por qué, pero desde que ese Valentín le regaló un flechazo certero, todo tiende a arremolinarse en su interior con otros matices, otras tragedias, otras pasiones.
Encuentra la paz de a ratos, pero se esconde como las cosas que más buscás. Son los duendes, le han dicho.
El problema es cuando su otro él le pide más explicaciones de las que puede darse.
No le gusta no entender. Esa ignorancia le pica como un sweater, es infalible el cuestionarse, es un buzo de la razón que no cesa en su profundidad, que no acepta fondos.
Y deshace su comodidad intelectual con preguntas remotas a las que nadie podría llegar cabalgando una respuesta.
Entonces, dije, pierde el sentido.
Y lo vuelve a encontrar cuando se da cuenta de que acaba de vivir los quince minutos que podrían haber sido, felizmente, los últimos de su vida: la sencilla poesía de compartir carcajadas con esos queridos locos.
Luego lo volverá a arrastrar su amor de sueños, su sueño de amores, la intranquilidad de saber que no está bien con ella porque ella no está bien con él, pero se debatirá ya sin el óxido en su engranajes, sin el dolor que conlleva pensar con una sombra bordada en la psiquis.
Quizás no logre ya salvar al mundo entero, pero hay un corazón que todavía le vale la pena.

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