jueves, mayo 13, 2004

El colectivo va repleto. Repleto, y cada día su contenido se abulta más y más, parece que fuese interminable el espacio que tiene para almacenar. Es que usa un mecanismo muy fácil: el intercambio. Todos los días suben distintos pasajeros, y al mismo tiempo bajan los más antiguos. Es raro. Raro porque esos más antiguos son los que más urgencia de llegar a destino tienen, los que más ansias generan, más desesperación. Y el conductor siempre es el mismo: una persona obstinada, oscura, de rostro cubierto, con una mirada sombría y fría, soberbia e inaccesible. Mira fijo y nada cambia para él, pero sí para la victima de su contemplación. Y sube al colectivo, paga su boleto y se acomoda donde puede. El recorrido es interminable. Tiene un itinerario indefinido, toma las vueltas menos necesitadas y para en cualquier esquina, buscando nuevos pasajeros y desechando otros, como si fuesen descartables. Es realmente indignante. Y entonces, cuando el cuento del recorrido eterno, de los descartes, de la misma historia de siempre ya hubo tomado un tono candente e irascible, en ese momento el chofer dobla en un callejón sin salida y, pedal a fondo, choca de frente contra el paredón que cierra, muriendo todos los que habitaban el bus. Y, si bien el conductor puede ser considerado una "persona", los pasajeros no eran ni más ni menos que recuerdos.

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