lunes, mayo 10, 2004

Ese muerto que ven ahí, así vestido, ha resultado asesinado cientos de veces, y no es un caso singular. Pero cuidado: no todos los difuntos son reincidentes. Lo que pasa es que algunos no saben morir, o no se conforman con eso, ni se rectifican. Hay cadáveres que yacen pacíficamente habiendo tenido una mediocre existencia, y otros que vagan infinitamente la eternidad en busca de esa gota de llanto que perdieron cuando sus aspiraciones fueron masacradas por alguien menos imperfecto que ellos, al menos desde un punto de vista… quizás. Ese cuerpo no-tan-sin-vida que recorre los rincones más oscuros puede perecer tantas veces que uno perdería la cuenta fácilmente. El problema es que casi nunca nos enteramos de su fallecimiento, y esto se debe al criterio paternal que tienen los informantes para decidir sobre cosas que pueden afectar la sensibilidad y el termómetro de libertad de algunos televidentes. Por eso es que la tristeza embiste con fiereza a los muertos reincidentes, y estos sienten que sus pequeños logros se marchitan instantáneamente bajo la suela de esos no tan distintos pero sí tan poderosos, aunque sea un burdo poder ficticio, alimentado por energía banal que sólo puede comprar mentes débiles (que, lamentablemente, siguen de moda). Y es entonces que el difunto comienza su abandono, poco a poco, rindiéndose sin ganas, pero sin alternativa visible. Y así sucede: millones de muertos resurgen millones de veces para ser asesinados nuevamente, como una calesita de intentos, hasta que se agotan y quedan en transición, sin saber a qué mundo pertenecen.

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