jueves, abril 22, 2004

Brilló en el aire un bisturí, se relamió y cortó del cordón de la estridencia como una almohada. Su víctima se cobijó en un rincón, hecha una masa amorfa de miedos y rabia, y se durmió pensando alaridos y puños en alto. Luego, mucho después, un poco de shock, y los párpados se iban separando lentamente como la luz del Mundodisco. Vislumbró la eterna oscuridad, y, en el límite de ella, un punto octarino, casi irrisorio, que jugaba con su desesperación temprana. Su percepción se encontraba inimaginablemente perturbada, por ende tiró un manotazo para alcanzarla, y entonces comprendió que sus sueños de resplandor se habían asentado en un futuro cuasi utópico. Meditó. Lo pensó dos veces, tres, cien, mil. Caminó hacia el ínfimo punto con un entusiasmo casi tan latente como su temor. Se frenó. No había mejoras en la cercanía, la distancia debería de ser realmente enorme. Pensó en su inútil estatismo, y volvió a andar, y volvió a parar, y volvió a reflexionar, y volvió a andar, así unas treinta y ocho veces. Entonces se acostó. Se acostó y pensó en la maldita condena que le supuso despertar, y en la insoportable desesperación que causaba cambiar su nada infinita por una nada con la salida a años luz de sus posibilidades, la desesperación que le causaba tener la certeza de lo incierto. Así pasó un rato llorando su ignorancia perdida, y luego se durmió.

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