viernes, abril 30, 2004

Un terror más que serio camina por el medio de la calle con un paso tranquilo. Su semblante es algo soberbio y se lo ve intranquilo, parpadea como si le relampaguearan los ojos; y su mirada baja la temperatura de los corazones más inocentes. Revuelve escombros con el pie, frena, hace un paneo: gris. Todo es gris, una enorme soledad recubre los horizontes. Hay extremidades desperdigadas por las aceras y las calles indistintamente, y el rojo de la sangre es lo único que rompe la monotonía del gris, pero no así del dolor. Y de pronto, en un fugaz vistazo, su mirada se topa con la verdad más punzante: el cuerpo mutilado de una niña que apenas tendría 2 años de edad. En realidad, al avizorarla sólo era una masa de carne sanguinolienta, pero por pequeños indicios en sus casi irreconocibles facciones podía notarse el sexo femenino. Fue entonces que su propio corazón, el corazón del terror, sintió el hielo, el escozor. Una ráfaga de pensamientos turbios, llenos de rabia y angustia, le atravesaron la consciencia, y echó a correr sin rumbo alguno, maldiciendo al vil culpable de esa calamidad con gritos desgarradores. Pero a mitad de su enajenación, surgió repentinamente una figura que lo dejó paralizado: era un hombre. Un hombre vestido con elegante traje militar, sonriendo tiránicamente y examinando despectivamente al terror, quien continuaba helado, aunque no su cabeza ni sus sentidos. Y a causa de eso fue que logró hilvanar sus sentidos hasta el punto de llegar a una serie de conclusiones nefastas: El causante de todo ese desastre, había sido indudablemente aquél ser repulsivo, y el regocijo que la masacre le producía hizo convencerse al terror del insondable sadismo que reinaba en la cabeza del hombre. Así comprendió que en realidad él tenía más que temer de los humanos que los humanos de él.

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